Mil novecientos ochenta

Publicado: 24 marzo, 2011 en Mi vida, Ochentas

Gloria Guida, la protagonista. La enfermera de noche era el título de la película estrenada aquel caluroso verano en el cine Gran Alsina. La calificación, prohibida para menores de dieciocho años. Yo había cumplido trece, hacía ya cuatro meses. Insuficientes trece; cuanto menos, para ver más allá de los afiches promocionales con la imagen de la rubia italiana.

           Estaba solo en mi casa, con un lado del rostro apoyado sobre las baldosas frescas. Mi papá, un gallego honesto y laborioso como no he conocido otro hombre, estaba en su trabajo. Mi mamá, ama de casa nacida en un conventillo de Parque Patricios, de visita en algn lado como casi todas las tardes. Luego de levantarme me dirigí hacia su dormitorio, donde se encontraba el único ropero de la casa. Viejo, pesado, oscuro  y lustroso.

           Al abrir una de sus puertas, pude observar con indisimulable orgullo el legado de indumentaria de mi hermano, nueve años mayor. El estaba a punto de casarse y, lo que era más importante para mí, próximo a dejarme su habitación. Había sido raro ser el menor de dos hermanos, con tanta distancia cronolgica y afectiva. Ser hijo único sin disfrutar enteramente de los beneficios de esta situación y sin embargo sí sufrir sus perjuicios. Tener un hermano, y al mismo tiempo, no tenerlo.

           Lo más impresionante de su ropa eran las camisas. Muchísimas camisas de mangas cortas. Coloridas, de cuellos amplísimos, ajustadas. Casi se te vea el ombligo cuando las usabas, reducidas por mi madre a pedido. Todas compradas en el mismo local céntrico, propiedad de un futuro funcionario menemista. Mi hermano las combinaba con jeans coloridos y sin bolsillos frontales, de botamangas amplias que ocultaban sus suecos con enormes plataformas de madera.  Quedaba pura pierna el pobre, desproporcionado.     

           Cómo había podido él costearse lo que pareca ser el vestuario completo de la película Fiebre de sbado por la noche, teniendo en cuenta que eramos una familia de clase un cuarto? La respuesta es sencilla: haba ganado el ProDe junto con un amigo. Siendo menores, la mayor parte de la mitad que le corresponda del premio sirvió para que mi papá comprara un taxi Siam Di Tella y se agregara un tercer trabajo, adicional a la venta de rulemanes y a ser mozo en una pizzería. No es necesario aclarar que con semejante cronograma laboral, el único recuerdo que tengo de él son sus ronquidos cada fin de semana, exhausto de la actividad del resto de sus días. De cualquier modo, a duras penas llegabamos a fin de mes. Y a veces ni eso.

Lo que quedó del premio, con el objeto de satisfacerlo mínimamente, se destinó a la compra de la ropa que mi hermano quisiera. La que él usaba siempre pasaba posteriormente a mí, gastada y fuera de moda. Este también era el caso pero, falto de información,  yo no tenía noción de que la Era Disco se estaba agotando. Y además y por sobre todas las cosas, era lo único de lo que podía disponer, así que no había otra opción. 

           Elegí la camisa más llamativa y un vaquero blanco algo ajustado; yo estaba gordito, debo admitirlo. El hierro que me haban dado de chico por ser demasiado flaco, sumado a los corticoides por la sinusitis crnica y a mi inhabilidad deportiva, se haban combinado con un resultado francamente inflacionario.

           Mi hermano tena montones de cepillos para el pelo, que usaba para pasar de ondeado a lacio, brushing mediante.  Aunque en realidad luego de un tiempo los había abandonado, seducido por la idea de procurarse un afro frotando cada uno de sus mechones entre dos dedos. Pero a mi me encantaba usarlos, as que tomé uno y me lo empecé a pasar, una y otra vez hasta el cansancio.

           Me puse unos zapatos azules con taquito, de punta afinada. Tambin le robé algo de su esencia, patchouli. Y el toque final, unos anteojos de sol espejados. I-rre-sis-ti-ble.             

           Apenas pasado el medioda salí de mi casa. Era un departamento tipo casa, en realidad. Alquilado. Sin gas ni telfono, con agua fría salvo la del calefón eléctrico de la ducha. Con una parra de uvas dulces sobre el patio, por la cual se vean pasar ratas del tamaño de gatos. Al menos no tenía techo de chapa, como las casas vecinas. De cualquier modo, nuestra ambigua situación socioeconómica, peligrosamente lindante con la pobreza pero sin caer claramente en ella, haba provocado más de una vez la actitud condescendiente de algún médico con vocación higienista o la madre adinerada de un compañero de primaria.  Se trataba del tipo de mirada caritativa no solicitada y humillante que uno jamás olvida y queda en el alma como una llaga, para siempre.

Ya en la vereda, lo cubra todo la sombra del paredón de Campomar, la gigantesca fábrica de frazadas, abandonada hacía ya tiempo y por entonces depósito de SEGBA. Esto y las manchas de aceite por doquier, producto del trabajo de varios talleres mecnicos, le daban al barrio una apariencia lúgubre. Mi calle, Remedios Escalada de San Martín, estaba empedrada con adoquines y tena un tráfico intenso, tanto que las vibraciones hacan que las copitas del modular se fueran corriendo lentamente hasta eventualmente caer y destrozarse.

           El cine se encontraba a unas diez cuadras de allí, sobre la avenida que una vecina llamaba pomposamente Boulevard Alsina, seguramente por sus negocios levemente acomodados, en los que casi nada podamos comprar. Comencé a caminar, muy seguro de mí mismo, mirándolos con recelo. Mientras lo hacía, como otras veces, me imaginaba la gran inundación, cuando yo tena un año y habíamos tenido que vivir días en la terraza. Era el Riachuelo lo que se haba desbordado, no un río común y corriente. Habamos perdido casi todo, muebles y paredes arruinadas por la mugre. Contaminación, cadáveres de gente electrocutada flotando. Se trataba sin duda de un pasado truculento que todos preferan olvidar, en particular los comerciantes. Pero, al menos por unos pocos días de un tiempo no tan lejano, ricos y pobres habíamos estado igualados en la desesperación de este municipio fabril y obrero.

           Cuando llegué a la puerta del cine, mis amigos del barrio me estaban esperando. Yo era el mayor y más corpulento. Eso previno a la mayora de hacer cualquier comentario acerca de mi apariencia; al que lo hizo, lo corrí hasta hasta la esquina. Pero no todo era un lecho de rosas en mi liderazgo pre-adolescente. Nadie se animaba a encarar al boletero-acomodador-vendedor de golosinas. Fuí y compré las entradas.  Al rato, me adelanté cruzando el hall del cine, con mi grupito de amigos siguindome por detrás. Temblando, impostando una voz gruesa y protegido por los lentes, le tendí al ogro de uniforme las localidades, acompañadas de un billete, que al fin y al cabo era lo único que hacía falta para que nos dejara pasar. Pero yo no lo sabía por ese entonces.

           Victorioso y transpirado, orgulloso y sintiéndome un adulto, me abalancé hacia la sala, ya a oscuras y con la película comenzada. Los anteojos espejados hicieron el resto. Completamente ciego, me llevé por delante la última fila de asientos y caí rodando. Dolorido e intentando disimular lo indisimulable, rengueando,  me senté junto al resto de los chicos, que se despatarraban de la risa.

           La película, como todas las «prohibidas» bajo el Proceso, estaba completamente cortada. Algo de picaresca, que no alcanzabamos a entender, y nada más. Se vió una teta, de costado, por un segundo. Suficiente para que todos, con la testosterona que nos salía por las orejas, comenzáramos a zapatear haciendo pan francés.  La luz de una linterna y unas amenazas gritadas nos acallaron.

Frustrado, haca poco comenzaba a darme cuenta que las promesas, las que nos hacemos y las que nos formulan,  no siempre se cumplen en la vida. Mi ingenuidad se escurría como arena entre mis dedos.

 

Artemia salina. Eso decían los sobres. El fin del año escolar anterior, sptimo grado de la Primaria, me haba proporcionado decepciones variadas.  La de los Sea Monkeys había sido una de ellas, sin lugar a dudas .

           Primero fue el tema de la publicidad. Bueno, publicidad vista como hoy en da sera una palabra un poco grande para lo que pasó. Pero en ese momento, fue una campaña publicitaria, de que otra manera llamarlo.

           Haba que pararse para cambiar de canal el televisor blanco y negro. Trok-trok-trok se giraba a mano el cambiacanales. Y la antena «conejito» haba que dirigirla con la mano para que tomara mejor el quinto canal, el Dos de La Plata. Ah aparecieron las primeras imágenes, al igual que en la gráfica.

           Monitos submarinos, sonrientes y juguetones, de un tamaño claramente visible. Haba que cuidarlos y alimentarlos y nos compensarían el esfuerzo con alegra. Las nuevas mascotas del Siglo Veinte, un éxito internacional. Garantía de calidad.

           Algunos chicos manejaban una economa monetaria, de moneditas se entiende. Yo ni eso, porque era tan tonto que daba los vueltos de los mandados. Cuando no me los robaban, claro, aunque los brabucones lo que más te sacaban eran caramelos. El hecho es que era imposible reunir lo suficiente para comprar un sobre de monitos nadadores. Y yo, con mi alma cientfica, me ilusionaba con ser testigo del milagro del surgimiento de la vida.

           La noticia de los Sea Monkeys se extendió como reguero de pólvora entre los chicos. Y curiosamente, aunque en aquella escuela pública tenía compañeros ricos y pobres, ninguno haba accedido a ellos. Lo que ocurre es que la mayora de los padres de aquella poca constituían, la mayor parte del año, bastiones de razonabilidad, inmunes a las presiones del consumo y de la publicidad (sobre todo la no dirigida a ellos).

           De algún modo surgió la idea de convencer a la maestra que comprar entre todos un sobre y utilizar una pecera que haba en el aula sera educativo. Y contra todos los pronósticos, la Señorita accedi. No se si participé con monedas. Sin dudas, sí con mi cuota de entusiasmo.

           El día llegó, finalmente y estabamos todos extremadamente ansiosos. La pecera llena de agua y su contenido de cristalitos blanquecinos que se haban diludo, desapareciendo sin dejar rastros. El folleto certificaba que el resultado sera instantáneo.

           Muy prolijamente formamos una larga hilera de guardapolvos blancos para turnarnos con la pequeña lupa. Tristemente, nadie vea nada. Me fui pasando hacia atrás en la fila, dándole mi lugar a otros. No quería admitir que no estaba funcionando. Finalmente me tocó a mi. Apreté la lupa contra el vidrio y el ojo contra la lupa. Nada, nada. Hasta que vi una insigificancia blanquecina que pareca moverse. Y grité excitado.

           Me senté, satisfecho del sueño cumplido. Mientras se armaba un alboroto y todos me trataban de mentiroso porque no vean nada. No importa, el tiempo me dar la razón, me decía a m mismo.  Y curiosamente, lo hizo. Primero los vio otra compañera, luego otro y otro hasta que la pecera estaba poblada de puntitos blancos movedizos.

           Fui a mi casa y al acostarme aquella noche soñé con ese prodigio de la ciencia moderna. Y entre primero al salón al da siguiente, para comprobar que la mayor parte había muerto. Un par de días después, el agua estaba turbia, pero sin vida.

           Atribuí el fracaso experimental al frío nocturno. Pero una duda me carcomía el alma. Y si lo de los monos no era verdad? Traté de alejar el pensamiento negativo de mi mente. Lo que faltaba es que todo lo que estaba escrito no fuera cierto!. Como las noticias curiosas internacionales del diario Córnica, con sus extraterrestres y cabritos de varias cabezas que tanto me gustaban.

 

Recordé a Gabriela, mi compañera de escuela. Recordé como nos habamos sentado tantos años juntos, cuanto me gustaba, cuan linda me parecía.  Recordé ese último día de clases, recordé como una maestra nos haba dicho que formaramos una linda pareja y como nos pusimos colorados. Recordé como me ilusione, como se despidió de mí en la puerta del colegio con una sonrisa cuando yo no me atreví a decirle cuanto la quería. Y la vi cruzar esa callecita hasta la librera escolar, sobre cuya vitrina estaba sentado esperándola Felipe, un ex-compañero  que recientemente se haba cambiado a un colegio militar. Estaba imponente, su cabeza casi afeitada. Sus grandes ojos celestes y el lunar sobre el labio superior seguan allí, pero se veía como todo un hombre, no como en niño que yo recordaba. Cuando se reunieron la abrazó y la besó. Y yo me sentí un chico regordete, idiota y patético.

           Recuerdo de septimo grado cuando vinieron de  Johnson y Johnson a pasarle un documental solo a las chicas, que salieron guardando un secreto como de retiro espiritual. Recuerdo a Crees que soy sexy de Rod Stewart en los asaltos, una terraza, varones de un lado, mujeres del otro, nadie animándose. Recuerdo la isla Martín García en el viaje de egresados, llena de insectos y calor, ideal para una prisión.

            De primer año, recuerdo que los varones nos dábamos las manos para saludarnos. También la primera sorpresa al descubrir que los temas de conversación iban a cambiar radicalmente:

-Vos, cuántas veces te haces la paja por semana? -me preguntó mi nuevo compañero de banco, descarada y sorpresivamente.

-Por semana? -respondí en un rapto de sinceridad, desprevenido. Nos reímos por un buen rato; ya éramos amigos.

                  Luego recuerdo una vorágine de adrenalina, descubrir un antro en el primer piso de la escuela, tapiado, donde se fumaba. Y sobre todo recuerdo un momento en el acto de cierre del ciclo lectivo.

                    La directora empezó su discurso, quejándose de quinto año, donde la mayor parte se llevaba materias. Y diciendo que como algo absolutamente excepcional, el segundo escolta sera un alumno de primer año. Adivinen el nombre.

                    Quede shockeado. Era algo completamente fuera de escala e inesperado

comentarios
  1. daniel dice:

    PERDONAME PERO EN 1980 LOS SIAM DI TELLA TAXI NO FUNCIONAVAN COMO TAL YA QUE ANTES DEL MUNDIAL 78 FUERON DADOS DE BAJA Y SOLAMENTE QUEDARON ALGUNOS MORRIS MODELO 66 ASI QUE SUERTE …PERO INTERIORIZATE MAS.DANIEL

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